¡Hola, gente! En mi anteúltima entrada del año vengo a dejarles el principio de una novela que comencé a escribir hace algunos días. Como dice el título, se trata de una novela criminal, en un pueblo, con sospechosos por donde se mire.
¡Saludos!
Fue la noche del veinticuatro de septiembre
del año dos mil diecinueve, una noche demasiado fría para la época, que el
primer mensaje con tono amenazador se deslizó debajo de la puerta del hogar de
los Montenegro. El objeto se trataba de un pequeño papel de color blanco
—suponiendo que el blanco es un color—; del tamaño de la mitad de una hoja A4
de impresora; y se encontraba prolijamente doblado por la mitad. La fuente encargada
de enseñar el mensaje era la reconocida Times New Roman, con interlineado
simple, doble espacio, y tamaño número doce. La frase que aquellas letras
formaban era directa y contundente: “Antes de fin de año, habrá un miembro
menos en su familia. ¿Quién será?”.
Fue la noche del veinticuatro de
septiembre del año dos mil diecinueve que los Montenegro conocieron la
ansiedad, el insomnio, y por sobre todo, el miedo.
Quien encontró dicho papel fue Eduardo
Montenegro, el hombre de la familia. Aquella noche se encontraba mirando un
partido de fútbol por la televisión —aunque, en realidad, lo miraba con los
ojos cerrados y algún que otro ronquido—, y se percató de la presencia de aquel
misterioso trozo de hoja de impresora cuando se despertó y decidió que había
llegado ya la hora de continuar con su sueño en la cama que compartía con su
esposa, Valentina. Durante unos instantes, se quedó allí, de pie, sin realizar
movimiento alguno, mirando fijamente al papel, con la televisión todavía
encendida. La habitación se encontraba oscura, únicamente iluminada por aquel
partido de fútbol que Eduardo no tenía idea de quién iba ganando —y eso que era
la repetición—. Y cuando finalmente recuperó los sentidos, su primera acción
fue encender la luz, lo que le dañó la visión durante unos segundos.
El señor Montenegro contaba con cuarenta y
tres años de edad. Se trataba de un hombre alto y delgado, de tez morena y
cabello abundante —aunque recientemente lo llevaba bastante corto, para más
comodidad—. Tenía los ojos verdes, decorados por unas cejas rectas y pequeñas.
Y llevaba el rostro desprovisto de barba o señal alguna de ella. Lo que más
sobresalía era su nariz, que se cernía en forma de gancho, aunque combinaba con
el resto de su rostro. Era arquitecto, aunque no temía admitir que había
estudiado dicha carrera sólo para satisfacer a sus padres. Para aquella fría
noche de septiembre, no se encontraba ejerciendo más que por alguna que otra
consulta amistosa. Era dueño de un negocio, una especie de almacén de enormes
dimensiones, que poseía una gran variedad artículos, a precios bastante
accesibles. Era lo más similar que el pueblo en el que vivía tenía a un
“shopping”, y trabajaba allí a diario con una gran sonrisa orgullosa. Su mujer,
Valentina, de cabellos dorados, tez blanca, y amplias caderas; tenía dos años
menos que él, y era dentista. A diferencia de su marido, ella había elegido
dicha profesión porque realmente le agradaba, y luego de muchos años de
trabajo, ahora podía darse el gusto de trabajar solamente por las mañanas. Por
las tardes, solía quedarse en su casa, cuidando a sus tres niños: Joaquín, de once
años de edad; Emma, de nueve; y el más travieso, Martín, de seis años de edad.
A pesar de las peleas ocasionales entre hermanos, y alguna que otra discusión
absurda por parte de los progenitores, podía decirse que los Montenegro se
trataban de una familia feliz, orgullosa de sus logros, y llenos de proyectos
de vida y de motivación. Al menos, aquello era lo que su imagen exterior
demostraba.
Una vez encendida la luz de la sala de
estar, Eduardo se dirigió hasta la puerta de su hogar. Antes de recoger el
misterioso papel, abrió la amplia abertura de madera de un tirón, esperando dar
con quien fuera que hubiera dejado aquello allí. No obstante, parecía ser que
no había sido depositado en su suelo en un pasado reciente, pues no había señal
alguna de alguna persona rondando por las afueras. No vivía en una casa
especialmente alejada del centro del pueblo —aunque había quien decía que no
existía dicho centro—, pero sí tenía un gran espacio alrededor, el suficiente
como para alcanzar a divisar a cualquier persona que se encontrase al menos a
cincuenta metros de distancia a la redonda, donde los Montenegro recién se
tropezaban con el vecino más cercano, un vejete de setenta años de edad cuyo
único placer era regañar a los niños que correteaban por la calle. En la
dirección opuesta, vivían dos hermanos de treinta y treinta y tres años de edad,
de apellido Acosta, con quienes apenas tenían trato. Y un poco más lejos, la
familia de los Salvatore, cuyos niños ya se trataban de adolescentes. Habían
existido reuniones amistosas entre vecinos alguna que otra vez, pero ahora su
trato se limitaba a saludos a la distancia, y alguna que otra conversación
trivial. Aquellos eran los vecinos más cercanos, los que podían ver el hogar de
los Montenegro desde el interior de sus casas.
Además de demostrarle que se trataba de
una noche fría, aquella breve inspección del frente de su casa sólo le demostró
que también se trataba de una jornada tranquila y silenciosa, pues ni un solo
animal podía oírse, ni siquiera el ruido del viento, ni algún auto que se
paseaba por allí cerca, absolutamente nada. No había nada ni nadie allí.
Una vez que se encontró nuevamente en el
interior de su hogar, se dispuso a agacharse y tomar el mensaje que le habían
arrojado. Cuando lo leyó, se quedó inmóvil durante lo que le pareció una
eternidad. Quitando, claramente, aquel movimiento que realizaban sus manos al
temblar, y su pecho al respirar, y sus ojos al pestañear ocasionalmente.
Deseó con todas sus fuerzas creer que se
trataba de una broma. Una broma horriblemente pesada, pero una broma al fin.
Alguna travesura de algún adolescente aburrido. Quizás, de alguno de los
Salvatore. Pues, habiendo crecido en aquella villa, bien sabía que la diversión
escaseaba, sobre todo a aquella edad de la juventud. Sin embargo, no lo sentía
así. No lo sentía así en absoluto. No podía dejar de temblar, y su respiración
se le tornó por demás dificultosa. «¿Qué debo hacer ahora?», pensó. «¿Debería
enseñárselo a Valentina? ¿Debería ir a la policía? ¿Debería arrojarlo a la
basura y hacer como si nada?». ¿Qué hacía uno cuando se encontraba con una
amenaza de muerte que incluía a toda su familia debajo de su puerta? Lo que
menos deseaba era infundir temor en los suyos, pero, ¿qué tal si por intentar
protegerlos, terminaba perjudicándolos? ¿Qué tal si por esconderles aquel
mensaje, ellos no veían venir al atacante en el momento en que se decidiera a
actuar? ¿Qué tal si en vez de ser precavidos se encontraban confiados porque él
no les había dicho nada, y por eso sufrían un terrible destino? Jamás podría
perdonárselo de ser así. Tenía que contárselos. Al menos, a su esposa, en un
principio. Sabía que era el paso correcto a dar.
—Valen… Valentina —la llamó, entre susurros,
mientras le acariciaba suavemente el hombro. Había apagado la televisión y las
luces de la sala de estar, y había subido la escalera que daba a las
habitaciones. Había pasado por las puertas de las de sus hijos, y luego de
encontrarlos a todos durmiendo plácidamente en sus cómodas camas, se dirigió
hacia su alcoba, donde se encontraba su mujer, quien también parecía estar
durmiendo con ganas, pero no tenía otra opción que despertarla.
—¿Qué ocurre? —le preguntó ella, todavía
incapaz de abrir los ojos, en especial luego de que Eduardo había decidido
encender la lámpara de la mesita de luz. Unos instantes después, notó que su
esposo se encontraba sentado en la cama, mirándola en silencio, e intuyó que se
trataba de algo importante. No tan importante como para que se despegase de la
cama de un salto, pero sí lo suficientemente importante como para que intentase
despertarse para prestarle atención. Lentamente, tomó asiento en el lecho ella
también, y esperó a que él le contara lo que ocurría. Allí fue cuando notó que
este traía un papel entre sus manos, pues lo miraba de forma nerviosa, y lo
agitaba, como si no pudiera quedarse quieto.
—Acabo de encontrar esto… debajo de la
puerta —le explicó él, y luego le tendió el objeto para que lo observase. Ella
se refregó los ojos, y luego tomó el papel. Tardó apenas unos segundos en
comprender el mensaje, y su primera reacción fue mirar fijamente a su marido a
los ojos, con una expresión de mitad incredulidad-mitad miedo.
—¿Qué es esto? —preguntó, aunque sabía que
se trataba de una pregunta absurda, pues Eduardo tendría la misma información
que ella. Este se encogió de hombros.
—No lo sé. No había nadie afuera. No sé
quién pudo haberlo dejado —respondió el hombre, rascándose la cabeza de una
forma nerviosa.
—¿Crees que vaya en serio? —inquirió Valentina,
con unos repentinos deseos de hacer añicos aquel trozo de papel. Otra pregunta
cuyo esposo no podría responder.
—No tengo ni idea. ¿Qué crees que
deberíamos hacer? —planteó él, con el ceño fruncido. Ella se tomó unos
instantes para reflexionar.
—Bueno, creo que sería mejor hacer algo y
que luego no ocurra nada antes que ignorarlo y que luego sea demasiado tarde
para hacer algo, ¿no? —opinó, y Eduardo asintió de forma pesarosa—. Creo que deberíamos
enseñárselo a la policía. Quizás se trate de una broma, quizás no sea nada,
pero quizás sí lo sea. Avisando, al menos tendremos alguien que nos vigile, y
algo más de protección, no lo sé. Algo.
—Sí, estoy de acuerdo —coincidió el dueño
del Gran Almacén Montenegro—. Además, creo que deberíamos intentar estar
siempre con alguien. Intentar ir y volver al trabajo o ir adonde tengamos que
ir en compañía, y no dejar nunca a los niños solos.
—Tienes razón, debemos ser precavidos.
—Sí, debemos ser precavidos.
—La pregunta es, ¿hasta cuándo? —expresó
la mujer, que, como su esposo, no le tenía demasiada fe a aquel límite de
tiempo que el mensaje requería. De tratarse aquello de un asunto serio, no
creía que luego del arribo de la nueva década se encontrasen a salvo. ¿Y
estarían, acaso, toda una vida viviendo con temor?
—Sí, hasta cuándo es la pregunta, y
también… ¿por qué nosotros? —finalizó el diálogo Eduardo, formando luego un
silencio incómodo en la alcoba matrimonial.
Fue al día siguiente, cuando la pareja
amenazada se dirigió hacia la estación policial, que Franco Javier Otero los
conoció. No era que no supiese de quiénes se trataban, es decir, los conocía
como siempre uno conoce a los demás luego de toda una vida en un pueblo como
aquel. Conoces sus caras, sus trabajos, sus familias y amigos, hasta llegas a
compartir alguna que otra conversación, o saludos a la distancia. No obstante,
nunca había habido alguna presentación formal, ni alguna actividad compartida,
pues él tenía cerca de quince años menos que ellos, y más de quince años más
que sus hijos. Por ende, no habían compartido nada, no tenían nada en común.
Nada, hasta que aquel mensaje llegó a sus manos, y fue Franco quien se encargó
de tomarles la declaración oficial, en el tercer año que ejercía aquella
posición, luego de un frustrado intento de convertirse en antropólogo. Había
abandonado la universidad, para desilusión de su madre —el único miembro
cercano que tenía en su familia, al haber fallecido su padre en un accidente
automovilístico cuando él tenía cinco años de edad, y no haber tenido ningún
hermano—, y luego de haber trabajado en un supermercado y en una tienda de
electrodomésticos, ella, Rosa, lo esperó una noche en su casa para compartir con
él, durante la cena, la dichosa conversación que había tenido con el jefe de
policía, el comisario del momento, “aquel simpático hombre”, lo había llamado.
Aquella noche, Rosa le comentó a su hijo que la estación policial se encontraba
en búsqueda de ayudantes, preferiblemente jóvenes, que se encargaran de tomar
declaraciones, y buscar información, y ordenar papeles, y “esas cosas”. Y como Franco
se trataba de una especie de experto en informática —gracias a su adicción a los
videojuegos cuando se había tratado de un adolescente—, creía ella que podía llegar
a ser de gran ayuda. Resultó ser que, en efecto, terminó siendo de gran ayuda,
y para ese entonces ya contaba con su propia oficina —pequeña, casi
claustrofóbica, aunque aquello era lo de menos—, y un buen sueldo con el que
podía costearse vivir en su propio departamento, con el gato más perezoso
existente en La Tierra —o la galaxia—, Han Solo. No era un policía. Tampoco
deseaba serlo. No salía a patrullar las calles, ni utilizaba sus uniformes, ni
apresaba bandidos, ni portaba un arma o una placa. Sin embargo, estaba en su
estación, todo el día con ellos. Algunos oficiales le agradaban, hasta tal
punto de acceder a sus invitaciones a tomar algún trago, o degustar de alguna
comida, una vez cada tanto. Otros no le agradaban tanto. Y estos,
probablemente, sentían lo mismo por él. No obstante, para sorpresa de su “yo”
adolescente, sí le agradaba su trabajo. Y aunque no le gustaba aladear, no podía
negar que era condenadamente bueno en ello.
Claro que nunca había tenido que tratar
con casos de gravedad. Nada más algún que otro robo, cuando una viejecita se
encontraba durmiendo; o en algún negocio, cuando no había nadie allí. Hacía una
buena cantidad de años que no ocurría algo similar a un asesinato. El pueblo
había tenido algún que otro suicidio, y también casos de violencia familiar,
sobre todo, violencia de género. Pero para aquello había una cárcel de la
mujer, que se encargaba de dichos casos, y no solían pedirles a los hombres de
aquella estación policial demasiada ayuda. Por lo tanto, aquel mensaje fue de
especial interés para él. No era que disfrutase del miedo que la familia
Montenegro se encontraba sintiendo. Pero sí se sentía… ¿cómo decirlo?
Importante, quizás. Relevante. Capaz de dejar su huella en el mundo. De
realizar algo vital para los demás. Aquello era lo más grave que había llegado
a su oficina desde que se había encontrado allí. Una amenaza de muerte, para
toda una familia, con una fecha ya dictada: antes de fin de año. Y el único
Otero que quedaba en el pueblo iba a dejarlo todo para llegar al fondo del
asunto.
Cuando los Montenegro se sentaron frente a
él en su pequeño despacho, los notó nerviosos, mirando hacia todos lados,
incapaces de mantenerle la mirada durante demasiado tiempo. Se tomaban de la
mano, en muestra de apoyo, y se miraban antes de responder cualquier pregunta. Iban
vestidos con bastante abrigo, él con colores oscuros, y ella con un sobretodo
rojo, que resaltaba debido a la blancura de su piel. Lo primero que realizó el
joven ayudante fue el procedimiento estándar: les tomó todos los datos, y luego
les realizó las preguntas de rutina.
—Cuénteme sobre el momento que encontró el
mensaje, señor Montenegro —le pidió, y él le solicitó que por favor lo llamase
“Eduardo”, a lo que Franco accedió de inmediato.
—Me encontraba solo, sentado en el sillón
de la sala principal de mi casa, frente al televisor —relató, mientras
jugueteaba con sus manos. Había soltado la de su esposa en el momento que había
comenzado su declaración—. El resto de mi familia ya se encontraba dormida,
cada uno en su respectiva habitación. Estaba todo silencioso, y yo estaba
entredormido, prestando poca atención a lo que acontecía en la televisión —Franco
le preguntó qué era lo que estaba viendo, y el señor Montenegro comentó que se
trataba de la repetición de un partido. El ayudante intentó recordar los
últimos partidos de la semana, y luego ambos llegaron a la conclusión que se
trataba de Juventus vs Ínter, que por casualidad se había encontrado él aquella
noche haciendo zapping en su propio aparato televisivo y lo había dejado unos
instantes para ver el único gol de la jornada. Con aquella información, Otero ya
tenía idea del horario en que todo había acontecido, sin necesidad de
preguntarle al amenazado—. Entonces en algún momento me desperté, y decidí que
era hora de ir a acostarme a mi cama. Allí fue cuando lo vi, al papel que
estaba debajo de la puerta. La luz de la televisión fue suficiente para poder
divisarlo, aunque luego me dirigí hasta las luces y las encendí.
»Antes de recoger el papel, abrí la
puerta, para ver si encontraba a quien lo había dejado allí, pero no había nada
afuera, ni la más mínima señal de movimiento, así que no sé en qué momento lo
habrán dejado. Sólo sé que cuando me senté a mirar el partido, no estaba allí.
—¿Cuánto tiempo cree que haya podido estar
el papel allí, sin que se percatase de su presencia? —indagó Franco, sin dejar
de escribir en su notebook los detalles que le estaban relatando. Era tan
rápido para teclear que no necesitaba pedirle al relator que fuera más
despacio.
—No estoy seguro. Cuando me senté a ver el
partido eran cerca de las once de la noche. Y cuando abrí la puerta, eran las
doce y media. Supongo que en algún momento entre las once y media y las doce y
media.
—Entonces no oyó absolutamente nada,
¿verdad?
—Así es, nada.
—De acuerdo. Continúe por favor —le
requirió. Montenegro asintió con su cabeza, y compartió una sonrisa lastimosa
con su esposa. Durante unos instantes, Franco reflexionó sobre lo que veía. El
muchacho nunca se había tratado de una persona que observase el trato entre una
pareja, pues aquello no resultaba de su interés. No obstante, en aquellos
momentos se encontró pensando en ello, y le pareció que la pareja amenazada se
tenía un amor profundo, ese tipo de amor capaz de cruzar cualquier barrera, de
tiempo, de distancia, de lo que fuera. Era sólo una sensación, que andaba
vagando por su pequeña oficina, pero que produjo una fuerte impresión en él.
Una impresión de amor sano, incapaz de meterse con otras personas. Aunque sí
capaz de generar envidia. Lo que no podía descartarse como motivo.
—Entonces regresé al interior de mi casa,
cerré la puerta, y tomé el mensaje. Allí fue que lo leí. Me quedé paralizado
por unos instantes, pensando en si se trataría de algo serio o de alguna broma
absurda, y pensando si debería venir aquí, a la policía, o tirarlo sin
comentárselo a nadie. No sabía qué hacer, a decir verdad. Finalmente me decidí
a contarle a mi mujer, y ambos acordamos luego que sería mejor actuar y que no
ocurra nada, antes que lamentar después no haber dicho nada.
—Estoy de acuerdo —coincidió el joven de
cabellos negros y barba de unos días, asintiendo con su cabeza—. Han tomado la
decisión correcta al venir aquí. Estoy seguro de que podremos enviar patrulleros
a vigilar su casa más seguido de lo habitual. De todos modos, les recomiendo
que actúen con precaución. Puede que sea una broma, espero que lo sea, pero no
se pierde nada siendo precavidos. Deberían mantener su casa cerrada en todo
momento, e intentar estar en compañía siempre que puedan. En especial, en lo
que respecta a sus niños. Estamos en un pueblo acostumbrados a dejarlos solos,
jugando con sus amigos en la plaza, porque nunca ocurre nada. Y aunque espero
que siga sin ocurrir nada, convendría que ninguno de ustedes anduviera solo por
allí —les recomendó, como si se tratara de un policía experto o algo por el
estilo, y no el chico de las computadoras que era.
—Sí, eso fue lo que acordamos con Eduardo
anoche, vamos a ser más cuidadosos —le informó Valentina—. Y agradeceríamos
mucho las patrullas, por supuesto.
—Bien. ¿Puedo ver ese mensaje? —les pidió
finalmente, con el corazón acelerado. No podía realmente comprender por qué
aquel pedazo de papel le excitaba tanto, pero desde que le habían comentado que
los Montenegro iban a acudir a la estación por una amenaza recibida (por
aquellas cosas de vivir en un pueblo, al parecer, Eduardo había llamado al
comisario, con quien tenía buen trato, y le había comentado por arriba de qué
se trataba el asunto antes de acudir a la estación, y el mismo comisario,
Andrés, se lo había comentado a él), había estado esperando el momento de
verlo. Eduardo asintió con su cabeza, y se quitó el papel del bolsillo de su
campera, aunque estaba prolijamente doblado.
Franco le echó un breve vistazo. Notó la
hoja A4 cortada por la mitad, y a pesar de que Eduardo la había doblado en
pedazos más pequeños, supo inmediatamente que el mensaje había sido doblado por
la mitad al momento de ser entregado. Era un mensaje breve y directo, y sintió
que se le erizaba la piel, porque aquello no parecía una broma, no parecía una
broma en absoluto. Y se encontró pensando, con curiosidad, que alguien se había
encargado de escribirlo. Alguien había estado tecleando las letras que formaban
aquella frase, como él había estado tecleando hacía unos instantes atrás, y se
había encargado de imprimirlo, y luego se había dirigido hasta la casa de los
Montenegro, lo había dejado allí, y se había largado nuevamente hacia su hogar.
Le resultaba extraño al joven ayudante tener en sus manos aquel objeto que el
amenazador había tocado también.
—Nos quedaremos con el mensaje como
prueba, ¿de acuerdo? —les informó luego de su breve inspección, y la pareja
asintió con su cabeza—. Ahora, sé que esta parte es la peor. Pero necesito que
me digan si sospechan de alguien, cualquier persona que haya podido ser.
¿Alguien que tenga algún tipo de rencor hacia ustedes? Cualquier discusión o
pelea que recuerden. Hasta el más mínimo conflicto puede ser importante aquí.
Los Montenegro se miraron, y luego
desviaron sus miradas hacia ningún punto en particular, perdidos entre sus
pensamientos.
—Bueno, tuve un altercado con mis
empleados hace cerca de un mes atrás. Querían que les aumentara el sueldo, y me
negué. Les aseguré que el año que viene les aumentaría más de lo que me
pidieron, y parecieron encontrarse de acuerdo, pero no podría estar del todo
seguro —especificó Eduardo. Franco le pidió que le dijera los nombres de todos
sus empleados, sus horarios de trabajo, y de qué se encargaban, y él le facilitó
la información sin ningún problema. Eran cinco empleados que trabajaban en
atención al cliente; dos que realizaban los envíos a domicilio y se encargaban
del depósito; más dos de limpieza, que no habían estado presentes en dicho
altercado, pero igual el ayudante deseaba tener sus nombres. Aquel conflicto
salarial podía ser un buen motivo, se dijo Franco a sí mismo.
—Luego está Héctor, el vecino —dijo
Valentina, mirando a su esposo, que le respondió con el ceño fruncido—. Sí,
siempre se está quejando de que los niños son revoltosos. No creo que llegase a
tal punto, pero…
—Pero no está de más investigarlo —finalizó
el joven la oración por ella, quien se encontró de acuerdo.
—Es un anciano. Dudo mucho que tenga
computadora, siquiera. O que sepa utilizar una —opinó Eduardo, lo que pareció
tener sentido para su esposa, luego de pensarlo mejor.
—Es posible que le haya pedido a alguien
que lo hiciera por él —dijo el ayudante—. No obstante, no creo muy posible que
le haya requerido a alguien imprimir un mensaje amenazador por él. Sería
dejarlo prácticamente al descubierto.
—Sí, es cierto —afirmó Valentina.
—De todas formas voy a anotar su nombre
—le aseguró Franco, mientras la pareja le entregaba su apellido y él lo
tecleaba con la velocidad de Usain Bolt—. ¿Algún miembro de la familia que
pueda encontrarse resentido por algún asunto?
—Podría ser tu primo —le dijo Valentina a
su esposo. Este lo pensó por unos instantes, y luego se dirigió hacia el
muchacho.
—Puede ser. Hace un tiempo tuvimos una
discusión sobre un terreno, por el tema de la herencia. Es un terreno que
todavía pertenece a mi tío, y que nos corresponde a varios miembros, pero él
quería obtener su parte antes de tiempo, y venderla. Aquello ocasionó algunas
discusiones familiares, y puede que se haya enfadado conmigo, ya que fui el que
más oposición puso, además de mi tío. Pero no creo que haya sido capaz de hacer
algo así.
«Bueno, esto va a ser más largo de lo que
esperaba», pensó el chico, y entonces procedió a realizar una especie de árbol
genealógico de los Montenegro, con los parientes que tenían más contacto, sin
importar si tenían buena relación o no. Intentó anotarlo todo, para no dejar
nada librado al azar.
—Entonces, creo que podemos acotar la
búsqueda a alguien que se encuentre enojado con alguno de ustedes dos, ¿verdad?
Es decir, no creen que pueda llegar a haber alguien que los haya amenazado por
sus hijos —expresó Franco, una vez que volvió a sentarse en su incómoda silla,
luego de haber acudido en búsqueda de café para los tres. No era el mejor café
del pueblo, pero era mejor que tener la boca seca. Al menos, en aquel momento.
—Sí, yo creo que sí —dijo Eduardo, después
de degustar de su bebida, y Valentina se encontró de acuerdo—. Nuestros hijos
no son problemáticos en la escuela, tienen muchos amigos. Nunca recibimos
ninguna queja de que se hayan comportado mal, o se hayan burlado de algún
compañero, es decir, realizado bullying, o algo por el estilo.
—Sacando al vecino Héctor —señaló Franco,
con una sonrisa pícara.
—Sacando al vecino Héctor —coincidió la
pareja, devolviéndole el gesto amistoso. El joven pensó en el detalle de que
aquella era la primera vez que sonreían en toda aquella entrevista.
—Pero Héctor se enoja con cualquiera que
pase por su casa, hasta la gente que se encarga de limpiar la calle, o los que
despejan el paso cuando hay nieve —dijo Valentina, divertida.
—Si tuviera que enviar un mensaje a todos
los que lo enojan, se quedaría sin papel —bromeó Eduardo. Y por unos instantes,
todo pareció normal y tranquilo. Sólo tres personas compartiendo risas. Sin
embargo, cuando los invadió el silencio, fue como si un gran peso cayera sobre
todos ellos. Como si entonces aquel mensaje se les hiciera mucho más pesado que
antes.
—¿Alguien más que puedan recordar?
—inquirió el ayudante, regresando a la entrevista. Ambos Montenegro negaron con
la cabeza. Entonces Franco les pidió que si recordaban algo más, por favor le
avisasen, y ambos le aseguraron que así lo harían.
—¿Qué harán a continuación? —quiso saber
Eduardo. Y Otero echó un suspiro de cansancio antes de responderle.
—Primero, revisaremos las cámaras. No hay
ninguna que capte su casa, ni su calle en sí, pero podemos buscar en las
cámaras del pueblo para ver quién se encontraba rondando por aquellas horas. Es
una tarea ardua, pero lo interesante será si vemos andar por allí a alguna de
las personas mencionadas por ustedes. Aquel será el primer paso a seguir. Si
encontramos a alguien de interés, entonces los llamaré y juntos decidiremos la
forma a actuar a continuación. Les pido que estén atentos a cualquier cosa
extraña que vean. Y, creo que es posible que puedan recibir algún otro mensaje.
Si la intención es asustarlos, o realmente amenazarlos, no se detendrán con un
solo mensaje, porque es posible que piensen que no se lo han tomado en serio, y
quieran que se lo tomen en serio. Mientras más mensajes tengamos, será más
fácil, porque no sólo podremos examinar los mensajes en sí, sino las cámaras.
Es posible que alguien aparezca eventualmente, que se repita su rostro en las
filmaciones. También es posible que ustedes alcancen a verlos, o que los
contacten por algún otro medio más fácil de detectar, como un e-mail, o mensaje
de texto, o llamada.
—¿No es posible averiguar nada con el
mensaje en sí? Es decir, sacar las huellas dactilares, o algo por el estilo
—preguntó Eduardo. El chico negó con su cabeza, y se llevó el cabello que le
sobresalía detrás de las orejas.
—Me temo que no es tan fácil como en las
películas, Eduardo. Es un equipo que tenemos que llamar para que vengan de la
Capital, y dudo mucho que vengan a no ser que se trate de una investigación
forense. Además, es posible que ya no quede mucha huella allí, ya que usted lo
ha tocado, y yo lo he tocado, y probablemente Valentina también —la pareja
asintió con su cabeza de forma pesarosa. Franco recordó con nostalgia que él
también había creído que uno podía acudir a las huellas en cualquier momento,
pero resultó ser que no era así. De todas formas, los Montenegro parecieron
encontrarse bastante conformes con la idea de revisar las cámaras de la ciudad.
Contaban con un horario de acción. Algunas cámaras en calles cercanas. Era muy
posible que se llegase a captar a algún sospechoso. El joven ayudante volvió a
repetirles que primero harían aquello, y luego, de acuerdo a los resultados
conseguidos, decidirían cómo continuar. Lo que él realmente esperaba era que
llegaran más mensajes. Aquello era lo mejor que se podía esperar, lo que le
daría más recursos a la investigación. Pues en aquellos momentos sólo contaban
con un horario de acción, y un mensaje escrito en computadora. Él realmente no
tenía mucha fe de que pudieran dar con alguien teniendo sólo aquello. Sin
embargo, sí tenía fe de que aquello continuaría, y de esta forma, llegarían a
dar con quien había enviado el mensaje.
Jamás se habría imaginado aquel muchacho, luego
de haber sostenido aquel pedazo de papel en sus manos, a pesar de habérselo
tomado en serio desde un principio, que, como había informado con su letra
Times New Roman tamaño doce, terminaría habiendo un Montenegro menos en la
familia antes de fin de año.